top of page

Jueves, 16 de junio de 2016:

​

9.00 horas. Ese día me desperté pensando en lo duro que iba a ser despedirme de mis familiares cuando me llevaran al quirófano, pero estaba tan contenta del paso que iba a dar y tan segura, que desde que llegué al hospital hasta que me durmieron estaba más emocionada y contenta, que nerviosa, y al final ese momento fue muy tranquilo. Estaba preparada. Ellos también.

​

17.00 horas. Tenía más ganas que nervios, más emoción que dudas y sólo quería que me quitasen ya el oído que no me servía nada más que para tenerme enferma e inutilizada. Ya estábamos en el hospital. Llegué en mi maldita pero querida y necesitada silla de ruedas. Tenía hambre y sed (seis horas de ayuno, pero habiendo madrugado para tomarme un desayuno fabuloso).

​

17.30 horas. Al celador que vino a buscarme le dije que no me ponía todavía el gorro porque me quedaba ridículo (foto 1) y él se solidarizó conmigo y se quitó el suyo. Son estos pequeños detalles tontos los que, al recordarlos, te sonsacan una sonrisa.

​

18.00 horas. A esa hora entré en el quirófano. Antes me llevaron a la sala de recuperación donde hice mis ejercicios de relajación, mientras me miraba un papá que estaba esperando a que su hijo despertase de la anestesia. No quiero olvidar 

​

Foto 1. Justo antes de irme a la antesala del quirófano. Contenta, feliz, ilusionada, con esperanza...

Foto 3. Hoy en día el pelo ya me ha crecido y no se ve la finísima cicatriz que me han dejado

Foto 4. El posturógrafo: colgada y de pie sobre una superficie que puede estar fija o móvil, ante una pantalla con un monigote que se mueve dependiendo de lo que haga con mi cuerpo y mis pies, con el que tengo que moverme hacia el cuadrado que se ponga de color amarillo, mientras las paredes están estáticas o también se mueven al más mínimo movimiento que yo haga

​

cómo ese señor me dijo, gesticulando y vocalizando

mucho ya que no estaba cerca de mi, que lo estaba

haciendo muy bien. Me parece curioso cómo conseguí

llegar a ese momento tan tranquila. No podía estar más segura... Y en el quirófano, dos caras conocidas: el anestesista que me había sedado tres meses antes para una nueva infiltración y mi otorrino, al que le di las gracias y me dormí mirándole a los ojos con una sonrisa y pensando en la palabra "merluza" (una técnica de relajación que aprendí con mi psicóloga).

​

22.30 horas. Desperté. Estaba viva. Lo primero que hice, después de comprobar la hora, fue corroborar que en mi cara seguía todo en su sitio. Algo me oprimía la frente. Tenía una venda que me cubría todo alrededor de la cara (foto 2). Estaba tumbada hacia el lado derecho. Y en mi oído un bulto, presión, ruido, vacío... Ya no tenía oído. Estaba mareada y levanté la mano. La enfermera me dio algo para las náuseas y el mareo, pero lo que más necesitaba, que era una cuña, no me lo podían dar hasta que no llegase a la habitación. Fue el momento más largo que viví durante toda esta experiencia. Se me hizo eterno...

​

23.30 horas. Por fin llegué a la habitación, abracé a mis familiares y me dieron una cuña. Después de utilizarla, me contaron que mi otorrino cuando fue a decirles que todo había

​

​

Sábado, 18 de junio de 2016:

​

Vino mi otorrino a visitarme, se sorprendió al verme todavía con nistagmo, me quitó la 

venda (un alivio enorme), le gustó cómo me quedó la cicatriz (foto 3), le encantó verme

sentada en el sillón al lado de la cama y me dio a elegir entre quedarme una noche más o

darme el alta. Ese día por la mañana me fui a casa y, siguiendo su recomendación, devolví

la silla de ruedas y guardamos las muletas en el trastero. Y la rehabilitación empezó en

cuanto llegué a casa y me lancé a la calle tres días después, aunque de manera muy

progresiva, andando como un pato, muy agarrotada, con náuseas, muy mareada...

​

Miércoles 29 de junio de 2016:

​

El día anterior mi otorrino me quitó las tiritas de detrás de la oreja y me dio cita para tres

meses después de la operación, que es el periodo que se supone que necesito para hacer

la rehabilitación. Y empecé a hacerla al día siguiente en un centro en el que me colgaron

​

​

de un posturógrafo (foto 4) e hice ejercicios

durante seis días seguidos. Yo le llamo "la 

máquina de la tortura", pero gracias a ella

comprendí que, cuanto más repito los

movimientos que más me marean, antes desaparece el mareo. Aunque a veces no... Terminada la rehabilitación en este centro, la rehabilitadora me advirtió de los avances que ya había hecho, pero también de algunas limitaciones que iba a tener el resto de mi vida, como que no iba a poder subir y bajar escaleras sin apoyo. Lo he conseguido hacer, pero sí, tengo que admitir que hay ciertos movimientos que sigo sin poder ejecutar por mucho que lo intente, aún haciendo rehabilitación todos los días, tanto por mi cuenta como con un profesional con el que entreno cinco horas a la semana. Y a veces puedo bajar y subir escaleras sin apoyo, pero otras veces no. Sin miedo, lo sigo intentando todo...

​

Martes 12 de julio:

​

Me activaron el implante coclear. Volver al mundo de los sonidos tras siete años de intermitencias supone alegría, pero también susto, dolor, angustia, inseguridad, nervios, extrañeza... Al principio me afectó mucho incluso para seguir avanzando en el control de la inestabilidad, pero poco a poco le voy cogiendo el gusto a poder oír.

Foto 2. Recién llegada a la habitación tras tres horas y media de operación...

salido bien, les contó que salí del quirófano medio despierta y cuando me preguntó qué tal   me encontraba, me fui en la camilla con el puño en alto y gritando "¡¡Ya no tengo oído!!". Yo no me acuerdo. Pero sí, estaba muy contenta y, por fin, esperanzada.  

​

​

...Y ahora llevo un implante coclear

​

Te crees tú que te va a dar de nuevo un Tumarkin y que eso va a ser todo...

​

Te crees tú que va a ser una semana de vértigos y ya está...

​

Pasan los días, las horas, los minutos... y sigues teniendo vértigos todos los días.

​

Y te crees tú que, tras unas nuevas infiltraciones, volverá a parecerte todo una

pesadilla. Y que empezarás otra vez de cero. Y seguirás tu vida...

​

Pero te infiltran, hasta ocho infiltraciones en un año y medio, y no sirve de nada. Al

principio las infiltraciones me estabilizaban y me daban un poco de tregua durante

algún tiempo, en el que seguía teniendo vértigos pero más espaciados, sin embargo

en esta ocasión no fue así. Una semana después de ponerme la última infiltración de

corticoides, volví a tener varios vértigos a diario y tumarkines todas las semanas.

​

Y la vida pasaba, yo no podía salir de casa, cada día estaba más sorda, con una

sensación de vértigo constante, cayéndome, tropezando, despertándome todas las

noches varias veces por culpa de los vértigos, necesitando ayuda para ir al baño, para

ducharme, para vestirme y desvertirme, para levantarme de la cama, para alcanzar algo de la mesa, para vivir.

​

Volví al otorrino y la audiometría confirmaba una pérdida total de audición en el oído izquierdo y la mitad de audición en el derecho, además de una clara falta de equilibrio y nistagmo. 

​

¿Y ahora qué? "O te operamos, o te quedas donde y como estás", me dijo la doctora que me hizo las pruebas vestibulares cuando fui a recoger los resultados en una silla de ruedas que me alquilé para poder salir de casa.

​

Laberintectomía e implante coclear. "Pero a mí lo que me da miedo es que te quedes como estás, en la silla de ruedas, porque no creo que vengas a verme en ella porque tengas un vértigo, sino por la inestabilidad, y la operación te puede dejar aún más inestable y de manera irreversible", me dijo mi otorrino minutos antes de decidir que no había otra alternativa.

​

Tras siete años sufriendo, con 31 años y quedándome tanta vida por delante, creí oportuno que ya era hora de poner fin a este periodo, aunque empezase otro de inestabilidad y recuperación. Mejor inestable que con vértigos. Lo tenía claro.

No ha sido bonito y no se lo desearía a nadie. Espero poder despertar algún día de este pesadilla. Hoy termina el mes de agosto y, tan sólo dos meses y medio después de la operación, sigo en la lucha, pero creo que a mí me está mereciendo la pena pasar por esta experiencia. El inconveniente es que no es válida para todos, el implante es muy caro y no lo cubre la seguridad social y hay que estar muy seguros y preparados para llevarla a cabo.

​

A quien lea esto, no es fácil vivir con síndrome de Menière si éste es duro y sin treguas, pero hay que aprender a sobrevivir, adaptarse a cada nuevo obstáculo, sobreponerse, ser un inconformista e indagar hasta el final de qué manera podemos superar esta enfermedad para que no sea ella la que prevalezca sobre nuestro día a día. Y quemar cartuchos, no meternos medicación ni hacernos nada que sea irreversible sin antes haberlo intentado todo. Yo así lo hice y entre medias pude trabajar, rehacer mi vida sentimental, viajar, sobrevivir... hasta que no me quedó otra solución y consideré que ya lo había intentado todo.

​

Hay que ser fuerte, no queda otra, porque la vida sigue...

​

Y esta experiencia no ha terminado para mí.

​

Continuará.

bottom of page